Lo decía todo con su silencio, como lúcida
estatua suspendida en equilibro, expuesta
ante el mundo, salpicaba de verdades
el murmullo sordo de los otros.
Así vivió, ante todos presente pero inaccesible,
reservado a la ágil bondad que sinceramente
se le acercase, en enigma silencioso
que sólo compartía con quien su sentir
brotara recíproco, sincero.
Pero a muy pocos halló de condición tan noble
y la amargura fue quebrando su ingenuo
y luminoso canto.
Murió en silencio, consternado pero sonriente.
Y nunca terminó de decir sus últimas palabras.
Ese niño era yo.
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